A todos nos ha pasado. De pronto nos encontramos en el camino a personas que nos hacen daño. Ya sea porque mienten, se aprovechan de nuestra buena fe, engañan y sólo miran por sus intereses, o prometen cosas que no son capaces de cumplir. Eso es inevitable. Lo que sí podemos evitar es que nos envenenen con su actitud. Hay que recordar, siempre, que todos dan justo lo que tienen.
Las historias personales nos hacen crecer a todos en direcciones tan diferentes. Lo importante es saber quiénes somos nosotros, de qué estamos hechos y qué podemos ofrecer a los demás y, lo más importante, a nosotros mismos.
Vengo de una decepción. De darme cuenta de que alguien a quien quise mucho y consideraba un magnífico amigo se aprovechó de eso para dañarme. Lo he llorado, sí, pero nomás tantito. Porque sé quién soy y me valoro, porque sé que le di y le di de buena fe. Le di cobijo, consejos, comida y hasta techo cuando lo necesitó. Le di mi amistad. A cambio traicionó el código principal de la amistad, que es la confianza. Y la confianza, cuando se rompe, ni con Kola loca pega de nuevo.
Es simple, hay personas que llegan a nuestras vidas para siempre. Son esos amigos incondicionales que ni el tiempo ni la distancia separan de nuestro corazón. Los otros, los embusteros, van de paso. Sin embargo, también a ellos hay que agradecerles lo que nos enseñaron. Toda decepción, todo dolor, nos hace más fuertes y nos muestran los caminos que no hay que volver a transitar. Duele, sí, pero también permiten que nos levantemos más fuertes y optimistas. Agradecidos porque finalmente su partida es lo mejor para nosotros. Y sinceramente, sin afanes canallescos, sabemos que el que no respeta la amistad no respeta nada, sabemos que quien sólo piensa en sí mismo nunca será capaz de grandes cosas. Eso es digno de compasión.
Agradezcamos que vivimos experiencias dolorosas, agradezcamos que sabemos aprovecharlas y sacar de ellas algo positivo. Total, las lágrimas se secan en un dos por tres y para quien sabe amar siempre habrá mejores horizontes.
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