viernes, 29 de octubre de 2010

Difuntos...





La casa en completo silencio, sin música, porque  son días de luto", los preparativos, que no eran pocos, para la gran comida especial, la compra de dulces típicos de esta época, las velas blancas y de colores, el vaso de agua en un lugar apartado para el "ánima sola"...

Todo empezaba a perfilarse cuando se apartaba una mesa de la casa para "construir" el altar... El mantel blanco, las flores -el "amor seco" que se cultivaba en muchos patios-, las velas y veladoras. Salían a relucir los retratos de familiares difuntos, muchos de ellos desconocidos, pero no por eso menos respetados, para los más jóvenes de la familia. Rostros conocidos se confundían con imágenes de santos; la Virgen, con su expresión dulce y serena, presidía el altar que se levantaba en prácticamente todas las casas yucatecas hasta hace algunos años para celebrar estas fechas, llenas de fe, nostalgia y respeto.

Antaño, hasta el clima se confabulaba para hacer estos días diferentes y especiales. Con la llegada del "primer norte", que se presentaba sin falta para fines de octubre -ahora llega sin previo aviso, en la fecha que mejor le acomode-, hasta en el aire se sentía que era "día de muertos".

Los preparativos comenzaban en los últimos días de octubre. Los niños se encargaban de limpiar el patio, que era entonces -cuando aún no se "inventaban" las casas de interés social- una extensión muy grande y llena de árboles. Hay que dejar todo limpio "porque si no, vienen las ánimas a hacerlo".

La familia entera se afanaba en la limpieza exhaustiva de la casa. Los patios lucían impecables, sin hierba, con los árboles "lechados", no se permitía que se acumulara ropa sucia ni basura y toda la casa, en general, albeaba para recibir la visita anual de las ánimas.

El ruido característico -e inolvidable para muchas generaciones de yucatecos- y el olor que salía del batidor de chocolate se escuchaban y sentían desde muy temprano el día 31, cuando el altar se engalanaba con varias tazas de esa bebida, tamales, dulces y panes y el tradicional "xec", en memoria de los niños muertos.

Al día siguiente, 1 de noviembre, el altar recibía al protagonista principal: el mucbilpollo o "pib" (nombre que se le da por la forma de cocinarse, enterrado). La costumbre era que el primer "pib" que estuviera listo se ofrendara en el altar para que las ánimas "tomaran la esencia". Además, también desde temprano, se ofrendaba chocolate y "pan bueno" a las ánimas.

La preparación del "pib" era, por sí sola, un importante acontecimiento... Desde la noche anterior las ollas comenzaban a despedir olores inigualables. Se dejaba listo el kol y el guisado de carne de puerco y pollo.

Al amanecer, muy temprano, incluso antes de que el sol saliera, se acudía al molino para comprar la masa. La hoja de plátano para envolver los pibes podía incluso tomarse del propio patio porque muchas casas tenían matas de esa fruta. Los demás ingredientes se compraban desde el día anterior y ya todo estaba listo para empezar la faena, que congregaba a toda la familia. Incluso los más pequeños tenían alguna tarea especial, como limpiar la hoja para los pibes. Todo se preparaba entre amena plática y recuerdos de los familiares ya fallecidos o de las cosas que a cualquiera de la familia "le contaron" sobre apariciones y toda clase de sucesos extraños y sobrenaturales.

La elaboración de los "pibes", ya fuera enterrados en el patio u horneados en la panadería más cercana, era un rito que, sin falta, debía concluir antes del mediodía. Justo al mediodía la casa, silenciosa y fresca, se inundaba con el olor a incienso.

A las 12 horas en punto (cuando esta hora coincidía, sin variación en ninguna época del año, con el punto más alto del Sol en el cenit) empezaba el rezo: "Salgan, salgan, salgan, ánimas de pena, que el rosario santo rompa sus cadenas...".

La familia completa, desde los abuelos hasta el niño más pequeño, reunida ante el altar rezaba el rosario, que podía ser muy largo, ya que se pedía por todos los familiares muertos, los amigos y también los simples conocidos. La letanía ("Estrella de la mañana, ruega por él; Torre de marfil, ruega por él; Arca de la Alianza, ruega por él; Refugio de pecadores, ruega por él...") se repetía por cada uno de los muertos mencionados, lo que hacía "cabecear" a no pocos niños y a los abuelitos.

Luego de rezar ¡por fin! llegaba el momento de comer los pibes. Era entonces cuando para los vivos comenzaba la verdadera fiesta. Reunida ahora a la mesa, la familia completa -de aquellas familias grandes de antaño, con no menos de cuatro hijos por pareja- compartía momentos inolvidables entre bocados de "pib" y sorbos de chocolate o atole nuevo.

Hermanos y primos se reunían luego, generalmente en el patio, para contar historias de fantasmas y aparecidos, que a veces hacían llorar a los más pequeños, y que a todos dejaban con cierto temor que les hacía incluso pedir compañía para ir al baño. Entre cuentos y anécdotas, los chiquillos daban cuenta del "xec", la yuca, los mazapanes y todas las delicias que las ánimas ya habían disfrutado "en esencia".

Así transcurrían los "días de muertos". Eran días de recogimiento, de tranquilidad, de rezos, de nostalgia por los familiares fallecidos.

Ahora, las prisas de la vida moderna reducen estos días al "pib" comprado en el súper o encargado a alguna panadería, acompañado de refrescos de cola. Pero esto no podrá nunca sustituir esos días de olores y sabores, de lágrimas y rezos, de agradable convivencia que quedaron grabados para siempre en la memoria y el corazón de quienes tuvimos la fortuna de vivirlos.-

 (Artículo publicado en el  Diario de Yucatán en octubre de 1998, lo comparto porque no pierde vigencia)

martes, 19 de octubre de 2010

Ese día todos despertaron con urgencia de escribir. Niños que apenas comenzaban a aprender la danza maravillosa de las letras, señoras casadas y aburridas, muchachas alegres y despreocupadas, jóvenes apasionados, hombres deprimidos… Todos, todos sintieron esa necesidad, ese apremio de volcarse en las palabras.
Utilizaron cuadernos, máquinas de escribir, bolígrafos, computadoras, pedazos de servilleta y lápices despuntados, gises, plumones, pinceles. Todo valió para intentar calmar el ansia que los impulsaba y los urgía a plasmar sentimientos e ideas. La ciudad se llenó de cartas con reproches, declaraciones de amor, preguntas, dudas, frases filosóficas, amor, odio, rencor, dulzura.
La urgencia por escribir transformó los hogares en campos sembrados de palabras, de letras que cobraban forma y vida y se lanzaban al aire o se entrelazaban para aferrarse a la existencia.
Y de pronto hasta el aire mismo estuvo surcado de palabras, de pasiones escritas, de deseos que salían a la luz, secretos revelados, romances incipientes, amores definitivos. Las palabras salían en torrentes, corrían como caballos salvajes en campos sin fronteras y llegaban a todos los rincones. Corazones envejecidos recibieron inesperadamente el bálsamo de las palabras amorosas, soberbios irredentos aspiraron palabras de humildad, mujeres maltratadas conocieron el camino para salvarse, ancianos solitarios hallaron compañía, amantes separados se aferraron al puente escrito… Todo eso sucedió gracias a las palabras.
La ciudad nunca volvió a ser la misma, la gente descubrió el poder inmenso de las palabras para mejorar, empeorar o moldear la realidad. Y las palabras también, de forma natural, se fueron acomodando. Primero salieron a borbotones, con el éxtasis de la gente que escribía como poseída y luego, al cabo de una semana, el concierto de palabras se hizo suave, rítmico, reposado. Y entonces los corazones heridos sanaron, la gente comprendió. Las palabras, esas que pueden herir en gran medida, eran también el remedio justo para curar desamores, rencores, malos entendidos, soledad. Las palabras limpias y pulidas, las que salían de los corazones buenos, ayudaron a mejorar el ambiente, rompieron las corazas. Las personas se acercaron de corazón a corazón y descubrieron que era bueno. Supieron que amar podía convertirse en algo tangible, gracias a las palabras, alimento infinito, básico, necesario, imprescindible, que curan y acompañan, que alegran y tienden puentes, que atan corazones y entrelazan almas. Poder infinito, amor circular… palabras.