martes, 19 de octubre de 2010

Ese día todos despertaron con urgencia de escribir. Niños que apenas comenzaban a aprender la danza maravillosa de las letras, señoras casadas y aburridas, muchachas alegres y despreocupadas, jóvenes apasionados, hombres deprimidos… Todos, todos sintieron esa necesidad, ese apremio de volcarse en las palabras.
Utilizaron cuadernos, máquinas de escribir, bolígrafos, computadoras, pedazos de servilleta y lápices despuntados, gises, plumones, pinceles. Todo valió para intentar calmar el ansia que los impulsaba y los urgía a plasmar sentimientos e ideas. La ciudad se llenó de cartas con reproches, declaraciones de amor, preguntas, dudas, frases filosóficas, amor, odio, rencor, dulzura.
La urgencia por escribir transformó los hogares en campos sembrados de palabras, de letras que cobraban forma y vida y se lanzaban al aire o se entrelazaban para aferrarse a la existencia.
Y de pronto hasta el aire mismo estuvo surcado de palabras, de pasiones escritas, de deseos que salían a la luz, secretos revelados, romances incipientes, amores definitivos. Las palabras salían en torrentes, corrían como caballos salvajes en campos sin fronteras y llegaban a todos los rincones. Corazones envejecidos recibieron inesperadamente el bálsamo de las palabras amorosas, soberbios irredentos aspiraron palabras de humildad, mujeres maltratadas conocieron el camino para salvarse, ancianos solitarios hallaron compañía, amantes separados se aferraron al puente escrito… Todo eso sucedió gracias a las palabras.
La ciudad nunca volvió a ser la misma, la gente descubrió el poder inmenso de las palabras para mejorar, empeorar o moldear la realidad. Y las palabras también, de forma natural, se fueron acomodando. Primero salieron a borbotones, con el éxtasis de la gente que escribía como poseída y luego, al cabo de una semana, el concierto de palabras se hizo suave, rítmico, reposado. Y entonces los corazones heridos sanaron, la gente comprendió. Las palabras, esas que pueden herir en gran medida, eran también el remedio justo para curar desamores, rencores, malos entendidos, soledad. Las palabras limpias y pulidas, las que salían de los corazones buenos, ayudaron a mejorar el ambiente, rompieron las corazas. Las personas se acercaron de corazón a corazón y descubrieron que era bueno. Supieron que amar podía convertirse en algo tangible, gracias a las palabras, alimento infinito, básico, necesario, imprescindible, que curan y acompañan, que alegran y tienden puentes, que atan corazones y entrelazan almas. Poder infinito, amor circular… palabras.

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